He tenido que dar un gran paso para crear esta entrada. En ella, intentaré reflejar uno de mis grandes miedos, el que más me pesa, el que más daño me hace, el que más pequeña me hace sentir. Os hablo del miedo a la muerte de los hijos.
Ser madre o padre es una experiencia maravillosa, de eso no cabe duda, pero también es, en la mayoría de los casos, un huracán que trae consigo “cositas” que no nos gustan nada, aspectos que no sabíamos que iban a llegar, porque además, nadie los ha invitado a nuestra casa.
En mi caso, tras dar a luz a Hada, mi primera hija, empecé a sentir muchos miedos, algunos de ellos verdaderamente absurdos si los contemplas desde fuera, pero ahí estaban, querían algo de mí y venían para quedarse.
Desde miedo al atragantamiento, hasta miedo a muerte repentina o enfermedad, pasando por todos los matices de sufrimiento posibles, una situación que me hacía sufrir a cada instante, todos los días sin distinción. Entre tanto, y cómo no, apareció la culpa, esa culpabilidad por pensar aquellas atrocidades, esa culpa por no vivir el momento presente, no estar plenamente feliz disfrutando del momento, disfrutando de que estaban bien, de que como madre, no podía pedir más. Sentía miedo, mucho miedo, y culpa, mucha culpa.
Me atrevo a contaros esto porque por mucho tiempo he pensado, y en cierto modo sigo sin saber, si esto sucede o no a otras madres y padres con vidas normalmente “comunes”. Digo comunes en cuanto a que tengo la dicha de no haber pasado, al menos que yo recuerde, ningún momento traumático en mi infancia, algo que de algún modo pudiera “justificar” unos pensamientos tan tremendamente destructivos. Tal y como le comentaba hace unos días a Lorena, de Terapia en Red, para un Post que va a hacer para Mamaventura, me recuerdo siempre como una persona feliz, con mis altos y mis bajos, pero feliz. ¿Qué ocurre entonces cuando una madre o un padre se ve desbordado y acorralado por su propia mente?
Creo que el propio desconocimiento hacia la muerte en sí misma hace mucho daño, el desconcierto y la desinformación entorno a ella, hace que temamos que algo a lo que amamos tanto pueda morir y desaparezca para siempre. Por otro lado, también creo que hacen mella la multitud de malas noticias a las que estamos expuestos desde pequeños, desde el telediario hasta el murmullo noticiero que te cuenta tu vecina, por eso, entre otros motivos, dejamos de consumir televisión hace años, porque cala hondo al subsconsciente, y porque somos frágiles ante tanto mal, tanta negatividad.
No he salido de esta, aunque he tocado fondo, y eso mismo, ha hecho que comience a instruirme, a informarme, a leer y a despertar de esta pesadilla para traspasar el velo de la mente, para entender que mis miedos no soy yo.
Victor Brossah, en un reciente email me aconsejó lo siguiente:
Jessica, todo el mundo es causa de su vida. Tus hijos también. Nada de lo que hagas variará lo que ellos eligen vivir. Otra cosa es que te sientas culpable. Cada vez que pienses algo que no te agrada sopla y di: esta no soy yo, es mi miedo. Gracias miedo por ayudarme a crecer poniéndote entre mi corazón y mi vida. Te devuelvo al universo. No le des importancia y no la tendrá. Un abrazo de corazón y un beso muy grande…
Espero pronto poder vivir feliz siempre, poder disfrutar y aceptar lo que es, y lo que no es, que no sea tampoco en mi mente, espero poder darle espacio a mi esencia, romper los barrotes de mi alma encarcelada, mi alma…encarcelada por mi propia mente.
Y a vosotr@s, ¿Os pasa algo parecido? ¿Me contáis vuestras experiencias?
Un fuerte abrazo.
Hola Jessica:
Ha pasado una año desde que escribiste este artículo. ¿Se pasó ya el miedo?
En otro comentario te contaba que soy cristiana. Y, como verdadera creyente, no escondo la fe porque a mí me ha cambiado la vida.
Yo no tengo miedo a la muerte de los hijos, porque sé que los niños van todos al Cielo (lo que se ahorran), y los adultos que creen en Jesús (y son buenos) también. Con mis hijos vamos en bici cantando a Jesús, y «when we all get to heaven with Jesus» lalala… así que la muerte, en casa, se entiende como una bendición.
Pero más allá de esto que he dicho, lo que quería contar es que yo tenía miedo a sombras en la oscuridad, y miedo a accidentes al conducir (no conducía por eso), y cuando conocí a Jesús y mi alma fue liberada y pasó a sus manos, ambos miedos desaparecieron. No fue instantáneo, sino progresivo. Pero no seguí ninguna terapia ni nada más que cantar a Jesús, darle gracias, pedirle lo que necesitara, y seguir intentando ser altruista. Lo bueno de la fe cristiana es que Dios te lleva, te acompaña, te limpia, te libera… y no haces tú sólo (con los esfuerzos de tu mente) los cambios que te has propuesto.
La fe en Jesús (como creencia y como práctica) ha sido como un rayo de luz en mi vida. Soy más ordenada y limpia, paciente, comprensiva, creativa… Cuando la luz de Dios brilla sobre ti, las sombras se van.
He escrito porque preguntabas, y porque , al igual que tú, el corazón me pide ayudar y dar lo que tengo. En mi caso, lo más grande que tengo es el testimonio las bondades de la verdadera fe en Jesús.
Gracias por el blog, y Dios os bendiga.